martes, 1 de febrero de 2011

SANTA SUSANA n.7 (relato 1)






                            SANTA SUSANA n.7              


   Se levantó de la silla, dio un par de vueltas en torno a la mesa del comedor, abrió la ventana que daba al patio interior y lanzó todo lo lejos que pudo sus zapatillas a cuadros. Luego fue él detrás; o sea que se tiró descalzo al patio interior del número 7 de la calle de Santa Susana, una finca sin antena colectiva de televisión.

   La vecina de los bajos, Adela, pensó que aquella vez era ya demasiado. Harta de recoger bragas, pinzas de la ropa, trapos, juguetes... Después de haber pagado de su propio bolsillo un tejadito de uralita, salió como una flecha al oír el estruendo en el patio; fuera lo que fuera, lo que se les hubiera caído a los vecinos, se iban a enterar.
   El pobre Alfonso había atravesado el ligero tejado; no llegó a dar contra el  suelo porque lo pararon los alambres del tendedero de Adela. Se degolló con ellos, diagnosticaría más tarde el forense.

   Adela maldecía a la comunidad entera; el patio lleno de restos de su tejadito. Casi cincuenta mil pesetas por los suelos. Fue a la cocina a buscar una escoba y la pala de recoger. Al volver le llamó la atención que las dos zapatillas a cuadros que encontró en el suelo del patio, fueran las únicas causantes de tanto destrozo. Entonces alzó la vista y vio a Alfonso en el tendedero, con los ojos abiertos que la miraban (si puede decirse así).
   Aterrorizada, desfalleció, con tan mala fortuna que cayó hacía atrás y al clavársele  un cascote de uralita en la cabeza, quedó tonta: aturdida en un principio y desvariando, a los pocos instantes.

   Alertados los vecinos por el estrépito de la caída del pobre Alfonso, recurrieron a la policía, que se presentó un par de horas más tarde.
   Aquél mediodía, cuando se precipitó el acontecimiento, me hallaba escuchando música con los auriculares (también llamados cascos por su forma de coco partido por la mitad) en la habitación que tengo dispuesta para las inquietudes culturales que a veces me abordan. Por esos azares de la vida en sociedad, hacía poco tiempo que había sido elegido presidente de la comunidad de vecinos. Fue probablemente por ese motivo por el que la policía no cesaba de pulsar frenéticamente el timbre de la puerta de mi domicilio.
   Entre tema y tema musical, es costumbre hacer una pausa para que los músicos repongan energías y por ese agujero acústico se coló el timbre, hasta llegar a mis oídos.
   La policía, alentada por los vecinos, supuso que yo tendría copia de las llaves de las puertas de todos los inquilinos. Nada más lejos de la realidad, sin embargo me sentí obligado, por mi cargo, a acompañarlos en el intento de que Adela abriera su puerta. Uno era alto y más joven que el otro; llevaba una cámara de fotos colgando del hombro derecho. El que era mayor, debería tener unos cincuenta años, lucía un bigotito que me recordaba a los dictadores argentinos.
   Por lo visto los vecinos ya llevaban rato gritando “Adelaaaaa...” desde las galerías, llamándola por teléfono y, por supuesto, al timbre de su casa. Como Adela seguía sin responder, los agentes, con mi consentimiento, le dieron varias patadas (a la puerta). Para sorpresa de todos los que allí estábamos, se oyó el descorrer de aldabas y ruido de cadenas, más propio de un castillo que de una puerta de pino barnizada. Finalmente la puerta se entreabrió y apareció Adela bajo el dintel, con un vendaje extraño en la cabeza; sonreía de  modo bobo. Llevaba en las manos un escurridor. El vaho a coliflor hervida nos aturdió unos instantes.
– Hola Adela, vengo como presidente – dije yo.
– Policía– ellos.
Los agentes pasaron al interior. Llegamos al patio. Mientras el más alto tomaba fotografías del tendedero maltrecho y del pobre Alfonso, yo me fijaba en unas cucarachas que correteaban junto al desagüe.
– Por nosotros ya está, señora – dijo el de la cámara de fotos, dirigiéndose a Adela.
   Volvimos al interior. La puerta que daba al patio era corredera, de dos hojas; lo que ahora llaman de carpintería metálica. Al intentar cerrarla los agentes, una hoja se salió de su riel y cayó al exterior. El patio quedó cubierto de pequeños cristales, como si acabara de granizar. El de la cámara le preguntó al del bigotito qué ángulo le parecía más apropiado para sacar una foto de la rotura. Éste le llamó imbécil y, en un aparte, me pidió que no tomara en cuenta el desliz de su compañero, que era nuevo en el oficio de investigador, pero que apuntaba éxitos de los que ya oiríamos hablar en breve, para bien o para mal, dijo.
–Bien, Señora, nosotros hemos acabado – se despidieron los agentes. Como un resorte, se llevaron los dos la mano a la altura de la sien, a modo de saludo marcial y salieron hacia la portería.
Dejamos a Adela señalando con el dedo cada uno de los cristalitos; alguien que no supiera de las fatales repercusiones de su caída contra la uralita, podría suponer que los estaba inventariando para ver si se los cubría el seguro.
   Acompañé a los agentes hasta la puerta de la calle, no sin antes apagar el fogón de la cocina que estaba calcinando la coliflor. Me puse de inmediato a hacer balance mental de los destrozos conocidos: un tendedero, un tejado de uralita y una puerta de doble hoja. Estaba claro que la reunión de la comunidad debía celebrarse urgentemente. 


                                ***

    Tomó la palabra Margarita la vecina del tercero:
–El anterior presidente, que en paz descanse – se persignó dos veces– dejó muchas cosas por resolver. El pobre Alfonso no supo solucionar el asunto de la antena colectiva–.
   Me pareció de mal gusto hacerle reproches a un difunto. Así es que tomé la palabra de inmediato.
–El problema principal de esta comunidad, y que detecté hace tres días, son las cucarachas que salen por el desagüe de los bajos. Esos animales son capaces de encaramarse por las cañerías, por los cables de teléfono, por cualquier cosa. Mientras estamos hablando, es muy probable que tengan una reunión paralela, ya me entienden: cientos de antenas pequeñitas, miles tal vez, transmitiendo y recibiendo señales de conspiración, preparando el asalto final a este edificio nuestro. Y qué obtengo de ustedes... la estúpida preocupación por una antena colectiva de televisión. Lo que debe ser preferente es desinsectar el edificio entero, antes de que sea tarde.
–¿Qué está usted diciendo? – dijo Margarita, la del tercero . Yo ni caso.
–¿Y qué me dicen de la fachada?– proseguí. Me puse en pie dispuesto a leer unas notas que había preparado para la reunión, cuando un estruendo hizo levantar a los otros tres vecinos. Abrieron la ventana que daba al patio y se llevaron las manos a la cabeza. Margarita, tras unas bascas, vomitó en la moqueta del salón. Ramón, el del primero, dijo que no pasaba nada, para tranquilizarnos. Me asomé y vi a Adela con la pala de recoger y una escoba; miraba hacia arriba y nos saludaba agitando un extremo de la  venda blanca que le rodeaba la cabeza. A su lado, boca abajo, yacía Susana, la gordita del segundo izquierda; la bata de boatiné arremolinada, descubría unas bragas verdes que intentaban abarcar un culo gigante. Junto a la pobre Susana, un peine de color rosa, las cuentas de una pulsera esparcidas por el suelo y poca cosa más. Y el vaho a coliflor hervida que ascendía como una nube tóxica. Y las cucarachas correteando entre las zapatillas de Adela.

   Como es fácil de comprender, se disolvió la reunión. Al cabo de media hora llegó la policía y una ambulancia. Los de la ambulancia se llevaron a la pobre Susana; los agentes hicieron fotos del tendedero de Alfonso, por así decirlo, y del tejado de uralita.

   Yo, como presidente, tuve que asistir a todo el proceso de la investigación. Insinué que las fotos no eran necesarias porque ya debían tener unas muy recientes, pero me explicaron que ellos eran del IGIS (Investigación Gráfica In Situ) y que el material se lo entregaban a diferentes agentes para diferentes casos, de modo que las fotos de antes no servían para el nuevo caso, por hallarse aquellas en manos de investigadores que no serían los mismos del caso en cuestión. También me confesaron, y esto no sé si es correcto escribirlo, que las fotos del caso de Alfonso se velaron por impericia del agente fotógrafo. Pregunté cómo podía haber sucedido tal cosa y dejaron caer la posibilidad de que la cámara fotográfica no llevara carrete porque era de alquiler y nadie se hacía responsable, y que en general, y que no lo dijera, todo era un desbarajuste.


                            ***

   Serían las tres de la madrugada. Sonó el teléfono y al descolgar, la voz entrecortada de Ramón.
– No te lo vas a creer, Ramiro  – balbuceó. 
– ¿Qué pasa ahora?– pregunté molesto, por lo intempestivo de la hora.
– ¡Paco lo ha hecho!
– ¿Ha hecho qué? – le pregunté.
– ¡Pues que lo han encontrado con la cabeza dentro del horno!
– ¿Han encontrado a quién?–
– ¡A Paco, coño, a Paco el del cuarto!– levantó la voz, nervioso.
– ¡Hostia! – me froté los ojos – Ahora subo.
   El olor a gas asfixiaba. La puerta del piso de Paco estaba forzada. Dentro estaba Ramón intentando que nadie, salvo la policía, viera el panorama. Al fondo de la sala, las ventanas abiertas de par en par. Un agente tomaba fotos de la cocina desde el salón. Todo lo que me dejaron ver:  los visillos danzando al compás del viento de aquel mes de octubre, y también el reflejo irisado de la luz de la lámpara del comedor al refractarse en el cenicero de cristal tallado de la mesilla, como un corte en una pompa de jabón. Dos bolsas de la basura en la entrada, con su papel de periódico debajo para no ensuciar el suelo de madera. Y unas manchas negras  que se arrastraban con parsimonia y se encaramaban por el mueble del recibidor; babosas malditas.

                   ***

   Estuve observando el comportamiento de las cucarachas durante dos meses. Salían y entraban por el desagüe de los bajos cuando les daba la gana. Lo de las babosas era nuevo para mí.
   Fumigamos los bajos, aprovechando que a Adela se la llevó su nuera de vacaciones de Navidad. Me llamó la atención que los miembros de la empresa contratada acabaran deshaciéndose de las cucarachas a pisotones. Yo pensaba que habían sustancias especiales para matar insectos, y  que estarían muy probadas y serían efectivas.
   Cuando acabaron la faena, se quitaron los guantes y me pidieron una cervecita, porque según ellos, estaba recomendada para neutralizar los efectos de los agentes químicos que tenían que respirar a diario, por no tener estudios. Esto último lo dijeron al unísono, con cierto aire de ensoñación y olor a sudor.
   Fui al bar de la esquina a por latas de cerveza. Al volver los encontré en la portería, con la expresión mudada.
–¿Qué pasa?  ¿Qué es esa cara? – les pregunté.
–Que de esto no sabíamos nada – dijo el jefe de la brigada.
   Entré en la portería y siguiendo la indicación del dedo índice tembloroso del jefe de la brigada de desinsectación, descubrí a Ramón que yacía muerto entre los contadores del agua y el gas, en un cuartito pequeño. Sobre su pecho, un frasco de desinsectante, de los que habían dejado los de la brigada por si <<había que rematar la faena>>. Que por Dios jurara que no era culpa de ellos. Que lo tenía que haber robado él y bebérselo, porque a veces la vida da malos tragos. 


                            ***

   Aquel lunes no me atreví a salir de casa, y por otro lado quería salir, pero sin volver a entrar.
   Yo solo pensaba en que no se apoderara de mí aquella corriente suicida.

                                      ***

   Pasaron las Navidades. Convoqué otra reunión de vecinos.
–Una vez resuelto el problema de las cucarachas, debemos afrontar el asunto de las babosas– comencé–.
–¿Qué babosas? – preguntó Margarita – Aquí lo que interesa es la antena colectiva. Hace más de seis meses que no podemos ver la televisión. Se lo dije a Alfonso, que en paz descanse, y te lo digo a ti.
   Margarita, la única asistente a la reunión, tenía la habilidad de ponerme nervioso. Siempre estaba en contra de mis opiniones y además era fea y con el pelo corto.
–Para que te enteres – casi escupiéndole a la cara– este edificio tiene un problema serio. Primero : que no se vea ni una cucaracha, no quiere decir que el día menos pensado no vuelvan a surgir...
–Tú eres imbécil – me cortó.
–Perdona, el respeto es lo primero Margarita. Jamás te he hablado yo en ese tono. Segundo, las babosas pueden ser la siguiente plaga, entre comillas, que suframos. Parece ser que son resistentes al gas. Estoy preparando un seguimiento. Como presidente me lo he encargado para enero, a lo más tardar febrero.
– Eres imbécil.
–¡Margarita!
   Mientras manteníamos esta discusión, en parte productiva, me vino a la cabeza que a veces las mujeres se enfadan contigo porque no pueden conseguir tu amor. Y la compadecí. Cambié el tono:
–Querida Marga, sé lo que quieres decir, pero la televisión puede esperar.
–Es inútil – dijo levantándose de la silla.
   Cuando le iba a replicar con argumentos muy elaborados, llamaron al timbre de la puerta. Abrí y estaban los agentes del caso de Alfonso y uno nuevo.
–¿Qué pasa esta vez, agentes?
–¿Que qué pasa? – dijo sarcástico el nuevo. Lo que pasa es que le vamos a empurar.
   Había yo oído hablar del sudor frío.
– Ramiro Fernández ¿Es usted? – el nuevo, leyendo una ficha de papel.
–Sí– respondí seguro de lo que decía.
–Estamos hasta los cojones de esta finca. Estamos hasta los cojones de fotografiar  un día si y el otro también, la mierda de edificio que tienen ustedes. Estamos hasta los cojones de perder el tiempo con las cartas de usted sobre cucarachas y babosas. Estamos hasta los cojones de tratar con degenerados.
–¿Puedo hablar?– pregunté sumiso.
–¡No! – gritó el nuevo – Ustedes tienen un problema grave. No he conocido en mi vida profesional un asunto tan estúpido y mortal como el de esta comunidad. Me han trasladado de Vitoria a Barcelona, el mismo día de mi aniversario de bodas, para zanjar esta absoluta mierda de Santa Susana y estoy hasta los cojones.
–¿Puedo hablar?
–¡Nooooo! – berreó el nuevo, dando un puñetazo a la pared del recibidor.
   Margarita se excusó diciendo que tenía que ir a cuidar a su padre enfermo en Salamanca y se despidió de los agentes con un leve gesto de mano, como si se abanicara.
   El nuevo, mas calmado después de descargar su ira en la pared estucada del recibidor, se sentó en la silla que tengo para las ocasiones de recibir.
–A ver ¿Cuantos vecinos tenía la finca de Santa Susana número siete? – me preguntó.
–Seis.
–¿Cuantos quedan?
–Dos y Adela, que se ha trasladado a casa de su hijo en Sabadell; o sea tres.
–¿Que son esas narices de cartas que escribe usted a la policía sobre animales que están invadiendo el edificio?
–Son un estudio que estoy llevando a cabo. Estoy investigando. Quiero demostrar que las cucarachas, y sobre todo los limacos babosos y oscuros...
   No pude acabar la exposición. La explosión fue tal que arrancó las ventanas de cuajo. Al nuevo se le incrustó un cristal en el ojo derecho; con el izquierdo me miraba fijamente y con una insistencia que interpreté como odio. Estábamos los dos en el suelo.

  Estuve dos días ingresado en el hospital. Cuando me dieron el alta, me contaron  que Margarita se había sentado en una bombona de butano y con un encendor, o una mecha, o algo parecido, voló. Esa era la explicación de aquel incidente violento que me tuvo postrado.

                                               ***

   Era un martes del mes de marzo. Vino a verme el administrador de la finca. Para entonces tenía ultimado el estudio sobre las babosas y pensaba exponérselo.
   Al abrir la puerta tuve una grata sorpresa, el administrador era una administradora.
–Dígame usted.
–¿Ramiro Fernández? – preguntó.
–Si.
–¿Puedo pasar?
–Por supuesto – respondí.
   Se sentó en el sofá. Abrió una carpeta repleta de papeles y cruzó las piernas. Al hacerlo, el roce de las medias me hizo perder la concentración.
– Como presidente, le he de decir que siempre he velado por el bienestar de todos los vecinos –inicié la conversación.
–Perfecto – dijo ella.
–Y ahora, estoy enfrascado en el asunto de las babosas.
–¡Ah! ¿Y que me dice de la antena colectiva? Tengo aquí – se puso las gafas– una carta de la Guardia Urbana. Los agentes nos ruegan que solventemos, ya que parece ser que no se han puesto ustedes de acuerdo, lo que ellos creen ser la causa de los sucesos de estos últimos meses en su finca. Deberían tener ustedes una reunión y tomar una decisión definitiva al respecto.
–Totalmente de acuerdo, señorita, pero ocurre que soy el único vecino, y aunque no me costaría nada reunirme a mi mismo, creo que no valdría la pena, siendo daltónico, abogar por la instalación de una antena colectiva. Dicho de otro modo: si me reúno y hay una votación, votaré en contra. 

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